Esa pregunta me llevó toda la mañana del domingo pasado, sentado
frente a un ordenador lleeeeno de programas, sus actualizaciones, sus
versiones superiores e inferiores…
En total, casi 90 servicios corriendo en segundo plano de los que a
buen seguro con la mitad bastaría. Pero, claro ¿alguien te ha contado
que cada programa que instalas “decide” que es imprescindible para tí y
que lo vas a emplear cada vez que enciendas el ordenador, por lo que es
vital que, como poco, cargue en el inicio una especie de “arranque
rápido” que lo único que hace es consumir memoria?
Que sí, que es así. Y por poca memoria RAM
que consuma y por mucha que tengamos (¿quién no tiene hoy 4 GB?) es del
todo absurdo que tengamos ese gasto de recursos, que a la larga lo que
hace es ralentizar el ordenador.
Así que ya sabéis lo que toca: instalar lo que realmente vayamos a
necesitar y emplear, leer todos los mensajes que nos van saliendo
durante la instalación (¿realmente es necesario instalar la barra de
exploración de cualquier buscador cuando instalamos, por ejemplo, Adobe
Reader?) y asegurarnos de que se desinstala la versión anterior del
programa que ¿necesitamos? actualizar.
Además, casi todos los fabricantes nos dejan instalado en los equipos
una magnífica suite de “utilidades” de dudosa utilidad, que nadie emplea
porque al final somos animalitos de costumbres y cuando cambiamos de
equipo seguimos usando los mismos programas.
En conclusión, tras varias horas de trabajo, un par de cervezas fresquitas, aperitivo, comida y café, el equipo quedó
“rebajado” en más de un treinta por ciento de servicios inútiles,
despejado de programas inútiles y limpio de bichitos de costumbres
licenciosas, con lo que algo más ligero va, aunque no “vuele”
¡Ah! Y yo soy uno de esos dos o tres que aún quedan y que no tiene un
procesador n-cientos-core y puf-mil GB de RAM y discos duros de, por lo
menos, PetaBytes de capacidad (el que no sepa lo que es, a la
Wikipedia).
¡Hasta la próxima!
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